19/09/2017 Noticias

Entrevista a la Dra. Rocío Quispe-Agnoli en el marco del XXII Coloquio de Estudiantes de Literatura

  • Usted ha escrito sobre la monumental obra de Guamán Poma de Ayala y ha realizado un ejemplar trabajo en relación de lo que denominó “la fe andina en la escritura”. Ante esto, a pesar de que dicho autor se remitiera a la escritura para legitimar su conocimiento sobre el mundo andino, ¿podrían hallarse huellas de memoria y oralidad andinas en la Nueva crónica? ¿Hasta qué punto lo serían?

Si bien Guamán Poma se dio cuenta del poder del texto escrito y utilizó ciertos géneros escriturales para negociar con instancias de poder, muchos ejemplos textuales de oralidad y memoria oral recorren la Nueva corónica y buen gobierno de principio a fin. Me refiero a su uso de recursos retóricos de una oralidad que se simula tanto en el texto escrito como en sus dibujos. Estas incluyen letanías, repeticiones, cantos y oraciones, conversaciones registradas por medio del discurso directo, simulacros de sermones, alusiones a la memoria oral andina que se encontraba en quipus y en los relatos que pasaban de generación en generación.

Ahora bien, entiendo “oralidad” y “memoria” como dos formas de concebir el registro de conocimiento que se intersecan pero que no necesariamente son lo mismo. Es decir no todas las formas de oralidad constituyen memoria ni todas las formas de memoria son orales. La primera pregunta que uno debe hacerse cuando emprende un estudio de memoria (oral o no) y oralidad (relacionada con memoria o no) es definirlos. Cuando hablamos de memoria oral y del uso de la oralidad para registrar la memoria de una sociedad, hablamos de un producto (memoria oral) y de un proceso (uso de oralidad para registrar la memoria). Cabe añadir el simulacro de ambos cuando se reproducen en un texto escrito, creando una “ilusión de oralidad” como bien ha apuntado Jorge Marcone en La oralidad escrita (1997). Marcone distingue entre la transcripción “literal” de la oralidad (y de la memoria oral por extensión) y aquella escritura que recrea el discurso oral. Para lograr una transparencia de la oralidad, en el primer caso, el transcriptor tendría que mantenerse mudo, es decir, no emitir ninguna opinión ni manifestar una consciencia de conocimiento de lo que transcribe. Esta es una característica a la que idealmente aspira el género testimonial. En el segundo caso, estamos ante una construcción, representación, mímesis de la oralidad, pero aún así es un forma de escritura.

La obra de Guamán Poma no es un texto monológico sino más bien el producto de voces de sujetos plurales que se superponen y conjugan. A esto se añade su escritura de discursos orales como los que he mencionado antes. Todo esto nos invita a pensar en el lugar de la palabra oral y los actos de habla en la transmisión, registro y desarrollo del conocimiento y el simulacro de éstos en la escritura. Tres ejemplos de este simulacro de encuentran en formas del discurso directo que utiliza el cronista andino como su parodia del sermón del padre (p. 623), la representación de las discusiones en el Cabildo de Lima (p. 488), y “plática y conversación” de diversos grupos de la sociedad colonial peruana. ¿Pensaba Guamán Poma en una lectura oral de su crónica de manera semejante a la interpretación oral que sus antepasados hacían de los quipus? Recordemos que la lectura en voz alta era una práctica usual en sociedades europeas del siglo XVI.  Sin embargo, Guamán Poma distinguía críticamente entre el registro oral como medio efectivo de comunicación en el mundo colonial o como manifestación de corrupción y decadencia. De la misma manera que hay una “buena” y “mala escritura,” como concluí en La fe andina en la escritura, hay una “buena” y “mala oralidad.”

  • Ahora bien, ¿considera que, yendo más allá de los estudios coloniales, continúe existiendo dicha fe en los Andes o, mejor dicho, en Latinoamérica?

Hay fe en la escritura y fetichismo de la escritura alfabética.  Ambos existen y persisten no solo en los Andes o en Latinoamérica sino en la sociedad global. Cuando hablo de “fe en la escritura” me refiero a la toma de consciencia que experimenta un individuo cuando descubre una herramienta de expresión, comunicación, persuasión y negociación (escribir en este caso). Esta fe (en la escritura, en el arte, etc.) se convierte entonces en un acto de habla que puede ser poderoso y producir cambios necesarios (defensa de derechos, soluciones, etc.). Este es el tipo de escritura al que Guamán Poma identificaba como “buena escritura” la misma que servía al ideal del “buen gobierno.” Por otro lado, el mismo autor ofrece muchos ejemplos de “mala escritura” que se relacionan justamente con aquello que Walter Mignolo examinó como “fetichismo de la escritura” en The Darker Side of the Renaissance (1995, El lado más oscuro del Renacimiento). Este fetichismo posiciona a una tecnología altamente ideologizada de la palabra, la escritura alfabética, y su portador, el libro,  como herramienta de conquista y colonización no solo territorial sino ideológica. El encuentro entre europeos e indígenas de América se institucionalizó en uno de los fetiches de la escritura: el requerimiento. Apenas Colón y sus hombres tocan tierra, un escribano del rey español legaliza la toma de posesión por medio de la lectura de un texto ininteligible a individuos que no comprendían ni la lengua ni la tecnología de la escritura alfabética ni la ideología de la toma europea de posesión. No obstante, este acto de habla, que se apoya en un texto escrito, otorga derechos a los europeos a tomar lo que deseen.

Un aspecto del fetichismo (de la escritura y de otros medios de expresión) es la equivalencia del fetiche con una verdad absoluta que no se cuestiona, un tema pendiente que mencionaré otra vez. En la academia norteamericana hay una frase que se repite entre los profesores que aspiran a obtener la permanencia institucional: publish or perish (publica o perece). Esta es una forma de fetichismo de escritura que, no obstante, raya en los límites de una fe en la escritura. Yo escribo porque es una necesidad vital para mí, estoy convencida de que mi escritura puede ser el primer eslabón de un cambio. Escribo también por placer, es mi mejor forma de expresión no solo acerca de los otros sino acerca de mí misma. Así que tal vez podríamos decir que fe y fetichismo de la escritura pueden considerarse posiciones excluyentes en algunos casos, pero también pueden estar tan cerca que podrían intersecarse.

  • ¿Piensa usted que los estudios o investigaciones sobre las literalidades andinas poseen un tope? ¿Podría o no existir un temor de que llegue el momento en que no podamos ir más allá por la mera falta de fuentes y registros?

Depende. Es necesario hacer una aclaración pertinente sobre mi uso de “literalidad” en La fe andina y otros trabajos de la misma época (hace ya más de 10 años). Cuando estaba investigando para este libro, me di cuenta de los problemas de la reducción crítica que plantea “memoria indígena = oral” versus “memoria europea = escrito.” Noté también que la dicotomía pertinente no era oralidad/escritura sino oralidad/no-oralidad. Las sociedades andinas prehispánicas tuvieron formas orales de expresión y registro de memoria, y formas tangibles equivalente a la escritura europea. Esta formas tangibles (no efímeras) incluían los quipus y los diseños de tocapus en textiles. En mi búsqueda de un término adecuado para manifestar el medio tangible de comunicación en los Andes y en Europa, adapté “literalidad” del inglés “literacy.” Martin Lienhard y Walter Mignolo enfrentaron el mismo problema terminológico en sus estudios. Grafía y grafismo se asocian con “letra” y, desafortunadamente, literalidad también. No estoy contenta con este término pero aún no hallo uno más adecuado.

En cuanto al punto específico de esta pregunta, durante siglos se pensó que no había posibilidad de historia y memoria sin escritura. Una vez que se supera esta idea, por lo menos en algunos medios académicos, se hace patente el siguiente problema: aún si tenemos artefactos tangibles con registros de información (quipus, textiles con tocapus) ¿cómo leerlos si no conocemos el código? Cuando llegamos a este momento, uno puede elegir entre dos cosas: darse por vencido y mantener los artefactos como signos mudos de nuestra historia, o seguir intentándolo hasta nuestro último día. Yo, personalmente, elijo la segunda opción aunque no soy una especialista sofisticada como mis estimados colegas Gary Urton, Frank Salomon y Tom Cummins. Como Gary me ha dicho en varias ocasiones: tenemos quipus, tenemos documentos escritos, todavía nos hace falta la piedra Rosetta, el eslabón perdido para decodificarlos. Me refiero aquí a los quipus con contenido histórico, no a los numéricos o aquellos utilizados para contabilidad.

Ahora bien, una noticia reciente publicada el 25 de Agosto de 2017 en Harvard Gazette anuncia que un joven estudiante de Antropología, Manny Medrano, guiado por Gary Urton, ha decodificado el significado de un quipu. Se trata de información acerca de Diego, un indio tributario de Recuay (Ancash) cuya información se registró en un quipu y en un documento de 1670. Espero leer el trabajo que saldrá publicado en la revista Ethnohistory en 2018. En todo caso, Medrano, quien es mexicano-americano y estudia Matemáticas Aplicadas y Arqueología, comenta algo que es muy pertinente para nuestras nociones de historia, memoria y oralidad: que sus amigos tienen una noción muy limitada y aislada de cómo contar la historia.

  • ¿Hacia qué fuentes considera que la academia debería intentar acceder o volver sobre ellas para ahondar más en el estudio de dichas literalidades?

Consideren ir a aquellas fuentes a las que no se presta atención sea porque permanecen enterradas en los archivos o porque, a pesar de tenerlas frente a nosotros, no las “vemos.” El Perú es un gran archivo y un gran laboratorio de escrituras e imágenes que esperan ser (re)leídas, (re)escritas y (re)descubiertas. También es muy importante mantener una alerta crítica y no asumir cosas. Por ejemplo, mientras investigaba para uno de mis libros recientes, Nobles de papel (2016), descubrí algo que no había imaginado antes: que personajes asociados con la realeza inca habían emigrado a otras partes del continente americano y, desde allí, habían escrito y registrado sus historias. No solo eso, en el caso de la familia Uchu Túpac Yupanqui que estudio en ese libro, afirmaron su asociación con descendientes de la nobleza azteca en el siglo XVIII. Al principio pensé que estaba frente a un caso muy singular y aislado pero, conforme continúo con la investigación de archivo, encuentro más personajes incas y andinos en registros de México y Guatemala. En mi caso, sigo con el estudio de la nobleza porque usualmente producían pinturas y dibujos para respaldar sus reclamos. Estos textos icónicos todavía manifiestan signos y símbolos de la nobleza inca (posiblemente la prehispánica) que poco a poco se combinan con elementos españoles o europeos.

El ejemplo anterior es muy específico a mi campo, las letras coloniales, pero se extiende a cualquier ámbito de investigación. Yo siempre les digo a mis estudiantes que pueden escribir una tesis doctoral novedosa acerca de Cien años de soledad si encuentran un ángulo de lectura o una posición que no ha tomado nadie antes.

La otra cosa importante es el trabajo interdisciplinario que ayuda, enriquece, apoya y confirma lo que hacemos en un campo determinado. Yo trabajo con herramientas de análisis literario, iconografía e historia del arte, antropología e historia, filosofía del lenguaje. Y, por último (por ahora), atreverse a pensar más allá de lo establecido, cuestionar mitos y dogmas de la crítica y de las lecturas que hacemos. Por ejemplo, para el tema de este congreso,  hay que distinguir y  discutir varios mitos sobre la oralidad. El primero es quizá su carácter efímero e intangible; otro es su aparente desventaja al todavía prevalente fetichismo de la escritura. Pero también hay que tener cuidado con la fácil equivalencia entre oralidad, memoria oral y autenticidad. De aquí se derivan reducciones aún prevalentes en los estudios coloniales y, en general, en estudios sobre los modos indígenas de conocimiento como, por ejemplo, pensar que todo lo oral es indígena, o que lo oral revela una autenticidad pasada, o que todo lo escrito es europeo.

  • Desde otra perspectiva de su trabajo, nos gustaría realizarle la siguiente pregunta: ¿existe un campo fructífero de investigación sobre las voces femeninas de la colonia? Si es así, ¿qué se ha dejado de lado en el estudio de estas voces?

Sobre este tema tengo mucho que decir. La escritura de mujeres en el Perú colonial y en América Latina en general es un campo inexplorado y, al mismo tiempo, riquísimo. Hasta hace poco, el canon de la crítica literaria consideraba a poquísimas mujeres como dignas de su atención como Sor Juana Inés de la Cruz. En el caso del Perú, por ejemplo, las dos escritoras que el canon acepta como “autoras” se conocen solo con pseudónimos, Clarinda y Amarilis. Las obras de Sor Juana, Clarinda y Amarilis han sido estudiadas por la crítica literaria y se les permite entrada al canon letrado, pero también se les presenta como casos aislados, únicos e irrepetibles.

Además de doña María Joaquina Uchu Inca, cuya voz y escrituras legales examino en Nobles de papel, una colección de ensayos sobre el tema de la mujer colonial que habla y escribe en el archivo ha salido publicado por Routledge (2017): Women’s Negotiations and Textual Agency in Latin America, 1500-1799 [Negociaciones y agencia textual de mujeres en América Latina, 1500-1799]. El volumen incluye 9 ensayos que prestan atención a mujeres no religiosas que escribieron desde Argentina, Brazil, Ecuador, México y Perú en los siglos XVI a XVIII. Es importante apuntar que el volumen se centra en mujeres que no escribieron desde el convento ya que hay una gran literatura al respecto. El gran vacío crítico se encuentra en la producción textual de mujeres que no llevaron una vida religiosa. Nuevamente nos enfrentamos a mitos e ideas asumidas que hay que deconstruir críticamente. Una de las ideas asumidas acerca de las mujeres del pasado colonial es que no tenían actividad como lectoras, escritoras o consumidoras de cultura letrada. La lectura era una habilidad que se adquiría con instrucción. Pero también hay que recordar que la lectura en voz alta (una forma de oralidad) era una práctica familiar bastante común entre las familias de las clases sociales que podían adquirir libros. No obstante, mujeres sin muchos recursos podían estar expuestas al consumo de ideas a través de la lectura en voz alta de sus vecinos o patrones. En todo caso, observamos también que las mujeres tenían conocimiento de las diferentes clases de documentos legales que podían utilizar para hacer pedidos, reclamos, defensas o acusaciones. Es cierto que en estos casos solían usar los servicios de un mediador de la palabra escrita (notario, secretario, escriba)  a quienes pagaban  para la producción de sus textos. En todos estos casos observamos cómo las mujeres del pasado colonial latinoamericano utilizaron la palabra escrita para registrar sus experiencias y participar activamente en la creación de la memoria de sus sociedades.

De manera semejante a Guamán Poma, estas mujeres negociaron con la cultura letrada de su tiempo, a sabiendas de sus limitaciones. La mujer no era una instancia pasiva que se dejaba simplemente representar por sus contrapartes masculinas sino más bien tenía la capacidad, y muchas veces la intención, de representarse a sí misma y tomar control de su voz  a través de textos.

Hay una gran cantidad de experiencias femeninas en los archivos y en la periferia del canon letrado. Las mujeres de nuestro pasado colonial escribían acerca de acomodos sociales, orgullo étnico, poder económico, preocupaciones familiares, creencias religiosas, expectativas de comportamiento femenino y sus transgresiones. Cada uno de estos temas constituyó una plataforma a partir de la cual podemos echar un vistazo a la memoria femenina de Latinoamérica colonial.

Sobre la autora: Rocío Quispe-Agnoli es catedrática de estudios (pos)coloniales latinoamericanos en Michigan State University (E.E.U.U.), con énfasis en estudios indígenas, estudios de la mujer y estudios de la visualidad. Está afiliada al Programa de Estudios Indígenas Americanos, el Centro de Estudios Latinoamericanos y el Centro de Estudios de Género de la misma universidad. Dirigió el Centro de Estudios Integrales en Artes y Humanidades entre 2007 y 2010. Desde el punto de vista de la escritura creativa, ha recibido tres premios de cuentística (La Regenta 1998, Atenea 1999 y Ana María Matute1999). En 2012 recibió el Premio Fintz de Excelencia en la Enseñanza en Artes y Humanidades de MSU. En el 2013 la Embajada del Perú en los Estados Unidos la distinguió como Mujer Peruana del Año por sus contribuciones académicas y literarias.  En el 2016 recibió el Premio a Liderazgo Académico de su Universidad. Para más información: https://rocioquispeagnoli.com/

 

 

 

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