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Constitucionalismo y convencionalismo en la interpretación judicial de las leyes: el caso del enfoque de genero

Escrito por Leysser León

El pasado 14 de noviembre se aprobó, por Resolución Administrativa N.º 000114-2022-P-CE-PJ, el Protocolo del Poder Judicial para la Administración de Justicia con Enfoque de Género.

El trasfondo de este documento, cuyos méritos están fuera de discusión, es el de una lucha que empeña a toda la sociedad, contra la violencia, discriminación y exclusión, entre otros atentados contra los derechos fundamentales. Desde hace varios años, el enfoque o perspectiva de género (gender studies, como se le conoce en la experiencia estadounidense, de donde es originario) ha dado seguras pruebas de constituir una herramienta metodológica idónea y valiosa para evidenciar una serie de connotaciones injustas de la interacción humana en nuestra comunidad, y de prácticas que tienen arraigo pero que han sido y son desiguales en cuanto a los papeles que cumplen hombres y mujeres en todos los ámbitos. Ha servido, del mismo modo, para crear conciencia sobre la imperiosidad de concebir e implementar correctivos seguros, en busca de un clima de paz y vigencia efectiva de los distintos bienes de la personalidad involucrados: del libre desarrollo a la identidad, de la intimidad a la opinión, de la tranquilidad a la dignidad, etcétera.

En el ámbito de las reformas legislativas, también debe atribuirse al enfoque de género el importante aporte e impulso brindado a la actual normativa penal sobre la violencia familiar y el acoso, entre otros rubros. El recurso a sus lineamientos se encuentra, asimismo, en la sustentación de otras iniciativas pendientes: del matrimonio igualitario a la despenalización del aborto en los casos de violación, por ejemplo.

El grave y ostensible defecto técnico del protocolo es, sin embargo, su pretensión de guiar la interpretación normativa. Ninguna metodología puede arrogarse una primacía o exclusividad en la labor hermenéutica de la que depende la administración de justicia. Entre nosotros rige, con fuerza constitucional, por lo demás, la independencia jurisdiccional: los magistrados, por lo tanto, solo están sometidos a los mandatos legales y de la propia Carta Política.

En los últimos tiempos, el significado inequívoco de este precepto-valor constitucional ha sufrido, sin cesar, el embate de un sinnúmero de guías de lectura, primero para la atenuación de un formalismo legal que se considera, sin más, esclerótico —como hubo de adjetivarlo aquel gran estudioso, y magistrado del Tribunal Constitucional italiano, Paolo Grossi—, pero luego, para la inobservancia, tan ligera cuanto irregular, del orden jurídico vigente.

En otras palabras: con el manto la “orientación constitucional” o “constitucionalización” de la interpretación judicial se ha abierto paso, con todos los riesgos que ello implica, al fenómeno de la legislación mediante las sentencias, a la figura del juez-legislador.

Igual función es la que está cumpliendo la denominada “convencionalidad”, que consiste en el recurso, en la fundamentación de los dictámenes judiciales domésticos, a las sentencias —e interpretaciones— de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Da la impresión de que, también por este camino, la magistratura local cuente con una licencia para reescribir el orden jurídico vigente.

El problema que subyace a ambas constataciones es de límites. Hay que ser claros en este punto. No es errónea la afirmación, en los pronunciamientos judiciales, de la prevalencia de la Constitución y de los tratados de derechos humanos. Basta atender a la jerarquía normativa, para notar que todo cuestionamiento en tal sentido resultaría infructífero, o hasta insensible, frente al tratamiento severo que han merecido muchas controversias, no siempre mediáticas, en las cuales ha sido notorio el compromiso de derechos fundamentales garantizados por la Carta Política o por la normativa internacional sobre derechos humanos.

Nadie, en efecto, se ha interesado en marcar los límites a las interpretaciones constitucionales y convencionales del ordenamiento jurídico peruano. El protocolo que se comenta, a pesar de haberse aprobado mediante una resolución administrativa, no es la excepción. En ninguna de sus declaraciones, por ejemplo, se señala que se trata de recomendaciones o de criterios de análisis, no distintos de otras perspectivas igualmente relevantes, como —para no salir de la influencia metodológica estadounidense — las del law and economics, law and literature, law and society, y un largo etcétera. En cuanto recomendaciones o pautas no pueden, por lo tanto, ser vinculantes para los jueces, ni exponer a estos a sanciones disciplinarias en caso de ser inobservadas.

¿Condicionará el protocolo también —preguntémonos— las formas en que las partes plantean sus pretensiones o interpretan las instituciones? ¿Y el patrocinio legal? ¿Estarán autorizados los magistrados para replicar la instrucción que reciben de esta directiva frente a las partes, a educarlas en esta metodología, y a sancionarlas también, aunque sea de manera indirecta, en caso la desatiendan?

¿Y será aplicable este protocolo en el caso de la justicia de paz, en comunidades tradicionales con su propia “identidad” étnica o cultural, en abierta contradicción con muchos de los postulados que el documento recoge? Hay muchas razones para ponerlo en duda.

El protocolo impone, por otro lado, en líneas que provocan justificada perplejidad, una rara convicción sobre términos y conceptos que, como el propio del campo jurídico, se encuentran sometidos a amplias discusiones teóricas y profundas reflexiones. Una convicción que es tan fuerte que lleva a creer que se puede cambiar, vertical y unilateralmente, la visión de toda la magistratura sobre la denominada “identidad de género”, erradamente asimilada al derecho a la identidad reconocido en la Constitución, el lenguaje inclusivo, el lenguaje sexista, los estereotipos de género y, en suma, la “justicia de género”. ¿Puede imponerse una uniformidad de criterio que es imposible, hoy por hoy, en los debates científicos y en la vida democrática, desde los lineamientos de un “protocolo”? No.

Lo peor, sin embargo, es la ambición, no de formar en “un” enfoque. Ello sería digno solo de saludo, auspicio y adhesión. Toda la filosofía, igualmente refutable, del enfoque de género, y que en su ordenamiento de origen se desvirtúa, sin inconvenientes, con otras perspectivas, es transformada en criterio exclusivo de interpretación de las normas vigentes, y en carta de autorización, en su caso, para reescribirlas o para no aplicarlas. También para ello, por cierto, se ha construido una licencia, algo más antigua: la del “control difuso”.

El protocolo insta, en cuanto a este punto, a “aplicar e interpretar las leyes o toda norma con rango de ley y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación que resulte de las resoluciones del Tribunal Constitucional, y aplicar el control difuso e interpretación constitucional siempre que ello sea relevante para resolver la controversia”. ¿Será así también, empero, respecto de los fallos, acertadamente cuestionados, de dicho Tribunal, sobre la píldora anticonceptiva del día siguiente o contra el matrimonio igualitario? ¿Se saludaría el recurso comparativo, ilustrado y válido, de nuestros magistrados, a los fundamentos del reformador fallo de la Corte Suprema estadounidense sobre el aborto? La respuesta es, alarmantemente, obvia. No. Pero: ¿por qué no?

En el protocolo se habla, por ejemplo, de normas de contenido discriminatorio. Las normas no son calificables como discriminatorias ni inclusivas. Serían delincuentes, de lo contrario, los jueces que las aplicaran. Más útil sería describir para los jueces de hoy —así como para los estudiantes de hoy— las razones que llevaron, en algún momento de la historia, a que las normas se redactaran con tal o cual tenor, y cómo devinieron blanco de críticas, sobre cuya base se logró su derogación. La incapacitación de la mujer casada para contratar, propia del texto original del Código de Napoleón, no requirió ningún “enfoque de género” para ser vista como injusta, ni superada, primero en lo social, y luego en la legislación misma.

En el campo de la responsabilidad civil, los yerros del protocolo son tan evidentes como inexplicables. Se sabe que la tutela resarcitoria, en los conflictos de lesión de derechos de la personalidad, cumple una indiscutible función de sanción y refuerzo de dichas situaciones subjetivas, mediante la figura de los daños morales. En nuestra jurisprudencia, esa reflexión ha fundamentado dos pronunciamientos importantes, en los casos “Dutra” y “Lady Guillén”, donde los resarcimientos concedidos se basaron, inéditamente, en declarados argumentos de prevención de accidentes de tránsito, en el primero, y de repudio social frente a la violencia contra la mujer, en el segundo, con total prescindencia del enfoque de género. Nos estamos refiriendo, por cierto, a dos de los fallos más importantes en materia de responsabilidad civil de toda la historia de nuestra jurisprudencia, aunque emitidos en sede penal.

Pues bien, el protocolo señala, con el insuficiente recurso de la repetición de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos —en un ordenamiento como el peruano, donde se desconoce la cultura del stare decisis o del precedente vinculante— que también la tutela resarcitoria doméstica se debe releer con enfoque de género. El artificio argumentativo es nítido: si solo se enumeran sentencias de ese alto tribunal, es improbable, por no anotar que imposible, que exista contradicción entre ellas, o que surja una doctrina que las desmienta, en un plano común como fuentes del derecho. Se elimina, así, toda posibilidad de debate de ideas, o sea que se renuncia a la verdad y conocimiento que solamente pueden resultar del contrapunto, tan propio, además, del derecho como disciplina.

¿Y qué significa ello para el régimen de responsabilidad civil, en concreto? El protocolo dispone que, “desde un enfoque de género, la reparación del daño no puede tener un efecto restitutivo, sino que, más bien, deberá tener un efecto correctivo y transformador”. Esa es ya la función del daño moral, al margen de toda perspectiva. Y es un objetivo predicado, de la misma manera por la perspectiva de law and economics. En los términos del protocolo, sin ninguna atención a la práctica en esta materia, la prédica “correctiva” y “transformadora” del resarcimiento puede dar lugar —como ya ocurrió en el campo laboral, aunque viene siendo erradicado por los propios jueces— a la incorporación de los punitive damages. Los daños morales ni siquiera son mencionados. Tampoco el deslinde técnico entre daños materiales e inmateriales, que caracteriza, como bien se sabe, las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se insiste en que “las medidas de reparación deben adoptarse desde una perspectiva de género, tomando en cuenta los impactos diferenciados que la violencia causa en hombres y en mujeres”.

Acá el protocolo desdibuja —no se trata de una mera sugerencia, sino de una distorsión— el régimen de la tutela resarcitoria nacional. Hace referencia a “medidas de reparación”. Los jueces de nuestro país, a cargo de los casos de responsabilidad civil o de las reparaciones civiles en sede penal, o los árbitros en la justicia privada, solo pueden conceder, siempre que el caso lo justifique, resarcimientos, sea por equivalente o en forma específica. No tienen la potestad de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para otorgar “reparaciones”.

Es contradictorio que, mientras la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene dos décadas señalando que el llamado “daño al proyecto de vida” no es resarcible, nuestros jueces lo sigan aplicando en algunos casos. ¿Por qué el protocolo no lo menciona? ¿Por qué no se aprovechó la oportunidad para poner un freno a esa categoría, en línea con destacables fallos jurisprudenciales locales que han advertido que colisiona con la Constitución misma o que su incertidumbre y carácter remoto la excluyen de la lista de daños resarcibles, pero que ha sido aplicada incluso fuera del campo de los derechos fundamentales, como cuando se habla de proyectos de vida “laborales” o “empresariales”? Se ha preferido instruir a la magistratura en un sistema paralelo —e inaplicable— de tutela frente a los daños, cuya fuente no es más el Código Civil, sino la jurisprudencia de aquella Corte.

En suma, el sustento técnico (institucional) del protocolo lo confirma como un documento de trabajo, que, más allá de los nobles propósitos de sus redactores, será utilizado, según el caso, como un valioso instructivo en una metodología meritoria, enriquecedora de nuestro panorama jurídico. Difícilmente, sin embargo, podrá arrogarse exclusividad o carácter vinculante, porque no es dado cifrar en directrices obligatorias de lectura de las normas, ni en glosarios propiamente dichos, ni en lemas destinados a legitimar, con apariencia de legalidad, por la fuerza —incontrovertible, en su espacio— del enfoque “de derechos humanos”, las fugas del orden jurídico en la administración de justicia.

Derecho Civil

Escrito por Leysser León

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