19/09/2017 Noticias
Las primeras teorías sobre oralidad (y no necesariamente siempre en oposición a la escritura, alfabética o no), se originaron sobre todo en el estudio de tradiciones literarias orales clásicas y medievales de Occidente, y como una necesidad para explicar y reivindicar la diferencia de estas tradiciones ante ciertas nociones de “literatura” que las consideraban como primitivas o inferiores, o simplemente como “folklore”. Sin embargo, a partir de mediados del s. XX, y especialmente en la década de los ochenta, estos estudios que habían destacado ciertas propiedades de los “textos” de las tradiciones orales como resultados de la influencia del medio de comunicación oral en el que circulaban, recobraron interés para los estudios de medios de comunicación y los estudios literarios.
En esta ocasión, no obstante, el interés por el medio de comunicación oral estaba claramente reformulado dentro del binarismo oralidad/escritura (alfabética) que se sobrepuso o imbricó con otro binarismo: pre-moderno/moderno o moderno/no-moderno. Las propuestas de, por ejemplo, Eric Havelock y Walter Ong sobre una división entre culturas orales y culturas escritas (particularmente culturas que hacen uso de la escritura alfabética) tuvieron la virtud de llamar la atención, a partir de los años ochenta, sobre la importancia del medio de comunicación en el lenguaje y el mensaje de una enunciación. Pero proponían una gran división entre oralidad y escritura; propuesta que con el tiempo se ha hecho cada vez más controversial. Estas teorías postulan un efecto acumulado del medio de comunicación en la formación misma de los códigos lingüísticos y simbólicos y, por lo tanto a mediano y largo plazo, un efecto también en las estructuras cognitivas y epistemologías con las que ciertas culturas aprehenderían e interpretarían el mundo, así como en las instituciones sociales a través de la cuales se tendría acceso o se difundirían distintos conocimientos en esas culturas. Más aún, los medios predominantes influenciarían disimuladamente la manera como teorizamos las tecnologías de la comunicación en general.
La controversia surgió, en primer lugar, del esencialismo en la base de la propuesta: dos universales cuya brecha era insuperable sin que la escritura contamine o destruya la oralidad; tal como la modernidad supuestamente se comporta con lo no moderno. Los esfuerzos del propio Walter Ong por definir “oralidades secundarias” y por explicar la relación entre oralidad y escritura alfabética no como una brecha sino como una distancia que se podía recorrer en ambas direcciones, matizaban la inflexibilidad de ese esencialismo pero no lo de-construían. Por ello, la “gran división” incurrió en la vieja práctica de esencializar al Otro de la modernidad, a pesar de querer hablar en su defensa ante la descalificación colonial de que este Otro carecía de escritura alfabética. En segundo lugar, la controversia sobre la oralidad/escritura como una “gran división” se ha alimentado en la medida en que las políticas culturales de lo que el modelo llamaba “culturas orales” hoy por hoy recurren intencionalmente a la alfabetización en escritura alfabética, y en otros medios de comunicación audio-visuales, tanto para la comunicación intercultural como intracultural. Los términos como se entendían las relaciones de poder supuestamente intrínsecas entre oralidad y escritura tienen que redefinirse, ante este nuevo escenario, para no menoscabar la agencia de los sujetos de estas culturas.
Los efectos inmediatos de las teorías sobre oralidad y escritura de la segunda mitad del s. XX no fueron, por supuesto, solo suscitar controversias. Y tuvieron un impacto muy importante en el estudio de la literatura latinoamericana “escrita”, sobre el cual comentaré en la respuesta a la siguiente pregunta. No obstante, mi impresión es que, paradójicamente, en lo que se refiere a lo que convencional o provisionalmente llamamos “literaturas orales”, nuevas teorías sobre oralidad y escritura no animaron considerablemente ni el estudio de estas fuentes, ni la reflexión sobre su lugar en la literatura en el Perú. Sin lugar a dudas, desde entonces hay más y destacados estudios, y mejor informados teóricamente. Pero no creo que los planes de estudios literarios, secundarios o universitarios, se hayan modificado considerablemente. Es más, tengo la impresión de que la “literatura oral” se estudia en América Latina, pero fuera de los departamentos de literatura. A lo mejor las nuevas teorías sobre oralidad y escritura no fueron una influencia lo suficientemente fuerte como para superar viejos prejuicios. A lo mejor desde América Latina sus aspectos controversiales son más visibles y, por lo tanto, inhibidores. A lo mejor también los estudiosos de literatura se han sentido intimidados por la crítica del post-estructuralismo a las teorías sobre oralidad y escritura. La deconstrucción derrideana las acusó de ser variaciones del fonocentrismo occidental y moderno, que celebra la palabra hablada como el origen de la significación y considera a la palabra escrita como su suplemento, pero practica todo lo contrario.
Hay un “oralismo”, si me permiten la expresión, de la segunda mitad del s. XX, en los estudios literarios, que ha celebrado en cierta escritura su capacidad para ubicarse en algún intersticio entre la oralidad y la escritura, y ser ambas. Tanto porque serían escrituras informadas por matrices culturales “orales” o subtextos “orales” (valga la paradoja), como porque la confluencia de lo literario con lo oral, aunque tensa, supuestamente emergería en la textualidad misma: en el lenguaje, en la estructura del texto, en la manera de concebir el género literario, etc. Estas escrituras “transculturadoras” o “heterogéneas”, según el modelo al que recurramos, son celebradas porque, como nos hemos acostumbrado a pensar por lo menos desde nuestras apreciaciones del “Boom” de la novela de la década de los sesenta, confirmarían que la literatura es el escenario social en donde ocurrirían los conflictos y las soluciones más interesantes del encuentro entre tradición y modernidad, o entre culturas occidentales y culturas indígenas.
Lo primero que quiero comentar es que esta manera de interpretar cierta literatura ha sido tal vez la mayor influencia de las teorías de oralidad y escritura en los estudios literarios de la segunda mitad del s. XX. Y esto por encima del estudio mismo de “literaturas orales” o de la reflexión de cómo practicar las transcripciones y recopilaciones de estas literaturas.
El argumento de fondo es que tales escrituras estarían más cerca de lo oral. No porque hayan “capturado” lo oral, como es supuestamente la misión de la escritura alfabética, sino porque, parafraseando al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, se habría dotado hasta cierto punto a la palabra escrita de las propiedades de la palabra hablada; a la mentalidad letrada, de la manera de ver el mundo de la mentalidad oral; etc. Este argumento, en cada caso, es sustentado por el análisis detallado de las fuentes involucradas. Hablando estrictamente desde la perspectiva de las teorías sobre oralidad y escritura, practicar o estudiar una escritura como un proyecto de dotar a la palabra escrita con las virtudes de la palabra hablada, o de superar las limitaciones de la escritura con las riquezas de la oralidad, no es ni “heterogéneo” ni “alternativo”. De hecho, es una de las tendencias más persistentes en la tradición occidental por lo menos desde Platón y sus Diálogos. Tanto es así, que Jacques Derrida también hizo de esta aspiración, a la que llamó fonocentrismo, objeto de su crítica contra el logocentrismo.
La cuestión de si cierta escritura es “heterogénea” o “alternativa” tiene más que ver, me parece, con una discusión sobre cuál es el protagonismo de elementos no occidentales y no modernos en esas literaturas, y en el contraste de este protagonismo con las normas de lo considerado “literario” o “peruano” en la literatura, en la academia o en el mercado literario. Mientras tanto, ese trabajo sobre las fuentes diversas y la manera como confluyen en la escritura es aún de la mayor utilidad en los estudios hechos bajo la luz de conceptos como “heterogeneidad” y “transculturación”. A pesar de este reconocimiento, me animaría a agregar que la capacidad de cierta escritura para ser “alternativa” o “heterogénea”, en el contexto en el que estamos usando estos términos, también pasa por la capacidad de esas escrituras de llamar menos la atención sobre la alteridad de su lenguaje o relato y más sobre la alteridad de los sujetos que los textos evocan. Un problema potencial con las escrituras que “capturan” o están “dotadas” de oralidad es que, como insiste con buena razón la crítica post-estructuralista, vuelven irrelevantes la presencia y contigüidad de los cuerpos que son necesarios en toda comunicación oral, y del tiempo y el espacio en las que tienen lugar, que no es simplemente circunstancial en la “literatura oral”.
Por supuesto que sí. Obviamente no es exclusivo de la oralidad. Pero nada más lejos de pensar que las cuestiones de la memoria, incluyendo sus dificultades y trampas, le sean ajenas. Sabemos que las humanidades y las ciencias sociales, y cada vez más algunas ciencias naturales, recurren con frecuencia a fuentes orales de todo tipo. Y, de hecho, el reconocimiento de que la oralidad tiene sus formas de inscripción fue uno de los argumentos de Derrida contra la relación entre oralidad y escritura como una oposición binaria puesto que de acuerdo a esta la inscripción es solo propiedad de la escritura. Por otro lado, la inscripción de información para evitar el olvido, como en relatos orales tradicionales de la Amazonía, con frecuencia no es el resultado de solo jugar con las propiedades del medio sino con otras artes y hasta con características físicas y biológicas del territorio. La memoria en las “culturas orales” no es solo oral.
Hay otra dimensión del aspecto de la relación entre memoria y oralidad que también vale la pena considerar. Recordar las “literaturas orales”, y en general todas las formas de comunicación oral, es en sí mismo uno de los objetivos de los estudios sobre oralidad y escritura. No sólo el conocimiento que se transmitía oralmente, sino el mismo comunicar oralmente es el objetivo del ejercicio de la memoria. No queremos olvidar la oralidad, las “literaturas orales”, las comunicaciones orales que estamos dejando de cultivar mientras que cultivamos la comunicación en otros medios. Y es que esta es justamente la misión que la escritura alfabética se impone a sí misma, y el de las ideologías de la comunicación que, consciente o inconscientemente, toman a ésta como modelo o paradigma. Si bien es razonable suponer que la creciente alfabetización en castellano, en un país multilingüe, es causante o cómplice del olvido de las tradiciones orales en lenguas que no es el castellano, es fácil constatar en la práctica que la alfabetización en lenguas indígenas termina convocando a las comunidades, entre otras razones, a la inscripción de sus “literaturas orales”. Será necesario e inevitable hablar de la oralidad, con todas sus ambigüedades y limitaciones, no para contradecir la alfabetización sino porque la cuestión de las “literaturas orales” es uno de los temas que la alfabetización suscita. Y especialmente cuando la alfabetización está integrada a proyectos de educación intercultural, y más aún si las comunidades están involucradas en la conceptualización de esos proyectos.
Las teorías sobre la oralidad y la escritura de la segunda mitad del s. XX querían denunciar la hegemonía de la escritura alfabética sobre la oralidad. Y la crítica post-estructuralista a estas teorías encontraba que la contradicción del fonocentrismo occidental y moderno subyacente a la “gran división”, ponía en evidencia que las teorías de la oralidad/escritura no se libraban de ser parte de la expansión colonial de la modernidad. En lo que ambas posiciones coinciden es en atribuirle una hegemonía a la escritura alfabética en tanto medio, y un poder a los medios para crear ideologías de la comunicación, y hasta para crear o determinar subjetividades. Como proponía más arriba, los términos como se entendían las relaciones de poder supuestamente intrínsecas entre oralidad y escritura tendrían que redefinirse, ante estos nuevos escenarios de interculturalidad, para no menoscabar la agencia de los sujetos de estas culturas. Y, además, el peligro hoy por hoy pareciera estar en la hegemonía de la oralidad, en cualquiera de sus variaciones, como referente teórico para estudiar las “literaturas orales”. ¿No será posible que desde las culturas en las que las llamadas tradiciones orales circulan la textualidad de sus relatos, o mejor aún la ontología de sus relatos (¿cuál es el ser de un relato?), sea pensada con otras coordenadas que no priorizan, como nosotros, que sea una enunciación en lenguaje simbólico en un medio en particular?
Reseña:
Jorge Marcone es Profesor en la Rutgers University, en Nueva Jersey; en los departamentos de Español y Portugués, y en el Programa de Literatura Comparada. Es el autor de La oralidad escrita. Sobre la reivindicación y re-inscripción del discurso oral (PUCP, 1997). En la actualidad, investiga y enseña en el área de las humanidades ambientales, con particular atención a cómo este campo emergente informa, o puede ser intervenido por archivos y repertorios culturales de América Latina y España. Sus publicaciones más recientes estudian el impacto de los ecologismos populares e indígenas, especialmente los de la Amazonía, en literatura, cine y artes visuales; y en la manera como estos ecologismos postulan distintas ecologías políticas y ontologías de lo humano y lo no-humano, la naturaleza y la cultura.
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